Junto a esa realidad desplegada en el tiempo, es innegable, cierto, la presencia paralela de sectores populares identificados con un catalanismo republicano de orientación federal y, como tal, con fuertes vínculos con el anarquismo (Josep Termes se ha especializado en sobredimensionar su importancia). Cierto también que durante los años veinte y treinta la cuestión nacional fue objeto de amplios desarrollos por parte de la izquierda comunista y anarquista (los escritos de Andreu Nin, Joaquín Maurín y Joan Peiró a ese respecto no han dejado de tener alto interés). Por otra parte, tampoco puede negarse que amplios sectores de la pequeña burguesía consiguieron aunar fidelidad democrática y sentimiento nacional (bien es verdad que con muy pobre aportación teórica). ERC fue, en apreciable medida, expresión de tal coincidencia, por lo general mediada por una efusión sentimental tartarinesca. E. Ucelay Da Cal en La Catalunya populista confeccionó hace años un vivo y bien documentado retablo sobre las ilusiones generadas por esa efusión, así como sobre el fracaso final al que condujo. Y no hará falta señalar que durante la dictadura, el PSUC y sectores minoritarios del POUM, junto a organizaciones independentistas de muy relativo peso, asumieron el derecho de autodeterminación como uno de los componentes esenciales de cualquier horizonte democrático. Pero ¿qué rastro ha dejado todo ello en el catalanismo de hoy? No creo que, tal como está el patio, sea una pregunta improcedente.
Diría que, considerada en su conjunto, y dejando de lado matizaciones obligadas pero de imposible inclusión en esta nota apresurada, esta historia nos conduce de nuevo a lo de siempre. Acaso carezca de interés recordar ahora que el catalanismo que ha prevalecido hasta hoy mismo es el que tiene su génesis en el idealismo romántico alemán (vale decir que más escorado hacia la agresividad fichteana que hacia la dulzura herderiana, aspecto que los buenos modales impiden reconocer) y, por consiguiente, ha guardado escasa relación con todo el imaginario nacionalista surgido de entre las ruinas de la Bastille en 1789. Sin embargo, sí puede ser relevante recordar que la cuestión nacional sigue ligada estrechamente a otra cuestión: la del dominio de clase. Los límites del catalanismo, el de ayer y el de hoy, derivan de ahí. Para cuantos estimen escandalosamente fuera de lugar el aserto y crean que el catalanismo nunca ha descendido de las altas y puras cumbres pirinaicas donde tan exquisitamente lo colocó mossèn Cinto, reproduzco el siguiente paso del admirable estudio que Borja de Riquer dedicó a L’últim Cambó (lo doy en propia traducción): “El odio de Cambó hacia los comunistas llegaba al extremo de no soportar que hiciesen servir la lengua catalana en sus revistas hechas en los campos de concentración del sur de Francia. Más anticatalán es el rencor comunista (escribe Cambó, el subrayado es mío j. t.) expresado en catalán en los seminarios de Agde que las órdenes contra el uso del catalán que pueda dar un teniente extremeño en castellano” (p.198).
Ante una indignidad semejante perpetrada en circunstancias trágicas por uno de los próceres mayores del catalanismo, con estatua puesta, por cierto, en una de las vías más céntricas de una ciudad gobernada por personas que cada día se gargarizan con el nombre de Catalunya, quizás no sea inútil tener bien presente que, justamente como catalanes, estamos mucho más próximos de cualquier jornalero andaluz, obrero madrileño, campesino aragonés, etc., que de no pocas de las patums catalanas (y corifeos habituales: los F-M Álvaro, los Vicent Sánchis, etc.) convocantes de la manifestación de este sábado.
Te ruego que disculpes la extensión alcanzada finalmente por esta nota.
¡Visca la República Federal Ibèrica!
[1] Una carta de Jordi Torrent Bestit al editor que no es imprescindible para seguir el razonamiento desplegado en esta nota.
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