lunes, 23 de agosto de 2010

la copa ibèrica


Una competició de futbol entre el campió de lliga d'Espanya i de Portugal?
Un partit a partit únic al mes d'agost per començar la temporada?
Una competició per adjudicar el títol de millor equip ibèric de l'any?
Sí, seria una bona idea. Tots els iberistes veurien amb bons ulls aquest iniciativa, amb l'objectiu final d'agrupar les dues grans lligues ibèriques en una de sola.
La Copa Ibèrica ja va existir, es va disputar en el passat i és possible que es torni a disputar arran de la candidatura única de Portugal i Espanya per organitzar al campionat del món de futbol.

Si voleu més informació sobre la història de la copa, feu un cop d'ull a Wikipèdia...

sábado, 17 de julio de 2010

sobre la manifestación del 10 de julio de 2010 en Barcelona....


En mi anterior nota [1] aludía a la extrañeza que me ha producido ver a Josep Fontana entre los firmantes del texto al que te refieres en uno de tus excelentes artículos en torno a la manifestación estatutaria del sábado [2]. Extrañeza, sí, porque Fontana es uno de los historiadores que nunca ha desmayado en señalar la fragilidad del suelo donde se asienta la leyenda que presenta a todos los catalanes como un pueblo unido en la defensa de los intereses nacionales de Catalunya (frase abierta a múltiple confusión, pero en fin…). En su calidad de experto en la crisis del Antiguo Régimen (su tesis doctoral versó sobre ella, pero cabe recordar también el magnífico volumen que, dedicado al tema y al proceso industrializador que la siguió, hace algunos años publicó dentro de la Hª de Catalunya dirigida por Pierre Vilar), Fontana conoce perfectamente los “rendez-vous manqués” relativos al amor patrio de la burguesía catalana, siempre dispuesta –¿hay excepciones?- a anteponer la bolsa a cualquier otra consideración. No es preciso remontarse a periodos históricos hundidos en la profundidad de los tiempos (1640, 1714…). En términos generales, puede afirmarse que el catalanismo político ha sido desde su mismo inicio un fenómeno masivamente dominado por una de las burguesías más duras del continente, burguesía que en ningún momento del pasado ha dudado en dar su conformidad a la sangrienta represión que sobre las clases populares catalanas han ejercido los sucesivos gobiernos de Madrid. (y los directos representantes de éstos en las distintos territorios que configuran la región). Piénsese, por ejemplo, en la siguiente secuencia de años y su significado real –efectivo- en la historia de las clases populares catalanas: 1909, 1917, 1923, 1934, 1939…En todas estas fechas, el catalanismo conservador ha conseguido hacer prevalecer sus intereses de clase sin que le haya importado ni mucho ni poco la suerte del grueso de la población.


Junto a esa realidad desplegada en el tiempo, es innegable, cierto, la presencia paralela de sectores populares identificados con un catalanismo republicano de orientación federal y, como tal, con fuertes vínculos con el anarquismo (Josep Termes se ha especializado en sobredimensionar su importancia). Cierto también que durante los años veinte y treinta la cuestión nacional fue objeto de amplios desarrollos por parte de la izquierda comunista y anarquista (los escritos de Andreu Nin, Joaquín Maurín y Joan Peiró a ese respecto no han dejado de tener alto interés). Por otra parte, tampoco puede negarse que amplios sectores de la pequeña burguesía consiguieron aunar fidelidad democrática y sentimiento nacional (bien es verdad que con muy pobre aportación teórica). ERC fue, en apreciable medida, expresión de tal coincidencia, por lo general mediada por una efusión sentimental tartarinesca. E. Ucelay Da Cal en La Catalunya populista confeccionó hace años un vivo y bien documentado retablo sobre las ilusiones generadas por esa efusión, así como sobre el fracaso final al que condujo. Y no hará falta señalar que durante la dictadura, el PSUC y sectores minoritarios del POUM, junto a organizaciones independentistas de muy relativo peso, asumieron el derecho de autodeterminación como uno de los componentes esenciales de cualquier horizonte democrático. Pero ¿qué rastro ha dejado todo ello en el catalanismo de hoy? No creo que, tal como está el patio, sea una pregunta improcedente.


Diría que, considerada en su conjunto, y dejando de lado matizaciones obligadas pero de imposible inclusión en esta nota apresurada, esta historia nos conduce de nuevo a lo de siempre. Acaso carezca de interés recordar ahora que el catalanismo que ha prevalecido hasta hoy mismo es el que tiene su génesis en el idealismo romántico alemán (vale decir que más escorado hacia la agresividad fichteana que hacia la dulzura herderiana, aspecto que los buenos modales impiden reconocer) y, por consiguiente, ha guardado escasa relación con todo el imaginario nacionalista surgido de entre las ruinas de la Bastille en 1789. Sin embargo, sí puede ser relevante recordar que la cuestión nacional sigue ligada estrechamente a otra cuestión: la del dominio de clase. Los límites del catalanismo, el de ayer y el de hoy, derivan de ahí. Para cuantos estimen escandalosamente fuera de lugar el aserto y crean que el catalanismo nunca ha descendido de las altas y puras cumbres pirinaicas donde tan exquisitamente lo colocó mossèn Cinto, reproduzco el siguiente paso del admirable estudio que Borja de Riquer dedicó a L’últim Cambó (lo doy en propia traducción): “El odio de Cambó hacia los comunistas llegaba al extremo de no soportar que hiciesen servir la lengua catalana en sus revistas hechas en los campos de concentración del sur de Francia. Más anticatalán es el rencor comunista (escribe Cambó, el subrayado es mío j. t.) expresado en catalán en los seminarios de Agde que las órdenes contra el uso del catalán que pueda dar un teniente extremeño en castellano” (p.198).


Ante una indignidad semejante perpetrada en circunstancias trágicas por uno de los próceres mayores del catalanismo, con estatua puesta, por cierto, en una de las vías más céntricas de una ciudad gobernada por personas que cada día se gargarizan con el nombre de Catalunya, quizás no sea inútil tener bien presente que, justamente como catalanes, estamos mucho más próximos de cualquier jornalero andaluz, obrero madrileño, campesino aragonés, etc., que de no pocas de las patums catalanas (y corifeos habituales: los F-M Álvaro, los Vicent Sánchis, etc.) convocantes de la manifestación de este sábado.


Te ruego que disculpes la extensión alcanzada finalmente por esta nota.


¡Visca la República Federal Ibèrica!


Notas del editor:

[1] Una carta de Jordi Torrent Bestit al editor que no es imprescindible para seguir el razonamiento desplegado en esta nota.


lunes, 5 de julio de 2010

un altre text sobre la proposta ibèrica i saramago....




Hace tan sólo unos pocos días ha muerto en Lanzarote, a los 87 años de edad, el escritor portugués, y Premio Nobel de Literatura, José Saramago. Durante mucho tiempo Saramago militó en el Partido Comunista Portugués, pero, tras la revolución de los claveles, cuestionó la organización autoritaria de los partidos comunistas, anclada en el llamado centralismo democrático, para adoptar una trayectoria de pensamiento cada vez más antiautoritaria y libertaria. Una de las expresiones más clara de su aproximación al anarquismo fue su defensa apasionada de la confederación ibérica, es decir, la propuesta de avanzar hacia la unión política entre España y Portugal para reforzar sus mutuos vínculos ultramarinos con los pueblos de América. La apuesta de Saramago, a pesar de haber sido recibida por los medios de comunicación con escepticismo, como si se tratase de una provocación, cuenta, según las encuestas elaboradas por el equipo de sociólogos de la Universidad de Salamanca dirigido por el profesor Mariano Fernández Enguita, con numerosos partidarios, tanto portugueses como españoles. En el momento actual, cuando flamencos, catalanes, bretones, corsos, escoceses, vascos, o defensores de la Padania, inventan la tradición, cuando se prodigan bailes de disfraces a costa de desempolvar del baúl de los abuelos piezas testigo para el diseño de nuevos trajes regionales, cuando grupos gregarios de hooligans enarbolan con pasión banderas independentistas, cuando partidos nacionalistas de las regiones ricas reclaman en una demarcación territorial un régimen de excepcionalidad fiscal para no compartir su riqueza con los vecinos más pobres, la propuesta del escritor Saramago señala para la izquierda internacionalista un cambio de rumbo, un camino progresista a seguir para alcanzar la cada vez más necesaria unidad política europea.

La caída del muro de Berlín supuso el derrumbe del tablero de la geopolítica mundial pactado en la Conferencia de Yalta, en febrero de 1945, de modo que el orden instituido tras la Segunda Guerra Mundial se quebró de forma irreversible. Stalin, Churchill, y el Presidente de los USA, Franklin Delano Roosevelt, el político que llevó adelante las políticas del New Deal en respuesta a la Gran Depresión, optaron entonces por hacer prevalecer los intereses nacionales de las grandes potencias vencedoras en la Gran Guerra sobre los intereses del mundo en su conjunto. El resultado de esa primacía de los intereses nacionales sobre los intereses colectivos es que sufrimos en la actualidad un enorme desnivel entre los mercados financieros globalizados y unas políticas de campanario en las que siguen primando los Estados nacionales y los intereses locales, de modo que la política de bloques nos incapacitó para hacer frente a la volatilidad de los mercados financieros repletos de productos tóxicos. En la era de la globalización de los mercados propia del capitalismo postindustrial el mundo aún no dispone de Organismos Internacionales sólidos capaces de vertebrar un nuevo Orden internacional basado en la justicia, la solidaridad, la democracia social y política.

José Saramago planteó, hace ya algunos años, la cuestión de la deseable confederación de España y Portugal en una única nación. Con su propuesta asumía la vieja reivindicación formulada en términos internacionalistas por anarquistas portugueses y españoles en favor de la federación ibérica. Se trata de una propuesta idealista, progresista, que choca con las guerras identitarias a las que tan acostumbrados nos tienen los patriotas de todo tipo, incluidos los patriotas españoles, portugueses, franceses e italianos que se oponen a la formación de una Europa social y política unida.

Los anarquistas consideraron siempre los fundamentalismos nacionalistas, que ahora florecen de nuevo alimentados por el humus de las políticas neoliberales, como una herencia retrógrada del pasado, un residuo religioso de viejos feudos y condados medievales administrados con mano férrea por caciques, monarcas absolutos, y grandes señores para su exclusivo beneficio y por tanto en perjuicio de los de abajo, que son mayoría. Las fronteras y las banderas son demarcaciones de propiedad, signos de separación y de pertenencia, ámbitos militarizados que reenvían a la propiedad privada, a la fuerza y a la violencia. Frente a la diferenciación y jerarquización de las viejas naciones en pugna el cambio no pasa por desmigajar los Estados en miniestados que nieguen el principio de la naturaleza común de todos los seres humanos. En oposición a los nacionalismos el pensamiento libertario promovió el esperanto como lengua común más allá de los Estados, y proyectó la utopía de un mundo sin fronteras y sin pastores que apacienten rebaños, un mundo, en fin, de ciudadanos libres.

En 1927 los federalistas ibéricos editaron el periódico Tierra y libertad para defender una nueva concepción de la democracia social y medioambiental basada en el trabajo comunitario realizado en cooperación, y en las decisiones consensuadas en las reuniones y asambleas. Los sueños libertarios, convertidos en ocasiones en pesadillas a causa del recurso a la violencia, (presuntamente revolucionaria y partera de la historia), contaminados también por una errónea minusvaloración de la democracia representativa y del Estado social, no se han cumplido, tan solo se experimentaron localmente, por ejemplo en las colectivizaciones que tuvieron lugar en el Alto Aragón durante la guerra civil española, pero, cuando el viejo orden se deshace el federalismo libertario señala un camino a seguir pues, como defendió Bertrand Russell, el anarquismo no es sino el ideal último al que debería aproximarse la sociedad. La idea por tanto de recuperar las viejas aspiraciones a la creación de una federación ibérica no debería ser confundida con una serpiente de verano instrumentalizada por los periódicos durante los tórridos calores estivales: la historia camina en esa dirección.

Albert Camus, también militante libertario, hijo de madre menorquina, y Premio Nobel de literatura, defendió, en su Carta a un amigo alemán, que España, Francia e Italia son una nación. Olvidó incluir a Portugal en la lista, olvidó, en su sueño de una Europa política, a la vez socialista y democrática, contar con un pequeño gran país que constituye en Europa la mejor expresión de la cortesía y de los valores que nos legaron las viejas civilizaciones grecolatinas. La humanidad es una. El mundo es una república de ciudadanos libres, pues los seres humanos, por naturaleza, nacen, libres e iguales, y no sometidos a servidumbre.

En los últimos tiempos algunos periódicos señalaban que ya está en marcha el estrechamiento de los vínculos entre Galicia y el Norte de Portugal, y que la unión va a ser impulsada por la Agrupación Europea de Cooperación Territorial (AETC), un organismo que ha promovido hasta ahora la agrupación Francia-Bélgica con sede en Lille, y la formada por Hungría y Eslovaquia. Vigo será la capital de una euro-región de gran importancia demográfica y económica pues agrupa a cerca de seis millones y medio de habitantes. Nada impide por tanto que pronto Extremadura, Zamora y Salamanca constituyan también una euro-región con el Alentejo portugués. De hecho frente a los viejos tribalismos caciquiles bendecidos por las iglesias locales, (de Loyola a Montserrat pasando por Santiago de Compostela y el Pilar de Zaragoza, – sin olvidar, claro está, Covadonga-) se empiezan a imponer en Europa políticas abiertas a la cooperación comercial y cultural. Un ejemplo en este sentido fue la Declaración de Santiago de Compostela, firmada por los consejeros agrícolas de los gobiernos de Galicia, Asturias, Cantabria y el País Vasco, que vincula la estabilidad y el desarrollo del mundo rural al predominio de criterios medioambientales y socio-culturales sobre los intereses meramente mercantiles. Ante la próxima reforma de la Política Agrícola Común (PAC) de la Unión Europea, que pretende fijar la población del mundo rural, los gobiernos autónomos de la cornisa cantábrica, elegidos entre otros por pequeños propietarios campesinos, con viejos saberes y tradiciones que conforman la vieja cultura rural, una cultura que desborda los límites administrativos fijados por las Comunidades Autónomas, deberían ir más allá de las declaraciones de principios para aunar esfuerzos que den salida a productos agrícolas de calidad, y propicien experiencias cooperativas de agroecología.

El derrumbamiento del llamado socialismo real proporcionó a la nueva Alemania unida una hegemonía económica en el Norte y el Este de Europa, en los países satélites de la antigua Unión Soviética, y sin embargo son los partidos verdes alemanes, es decir, los más próximos a la tradición libertaria, quienes se muestran más partidarios de avanzar con decisión hacia una Europa federal, dotada de poderes legislativos, ejecutivos y judiciales. En el otro polo Francia, tantas veces anclada en el centralismo y en la grandeur, encabeza la propuesta de una más estrecha Unión Mediterránea, una perspectiva que proporciona a Barcelona una nueva posición estratégica en la nueva euro-región de la Europa del Sur.

Tanto el fundamentalismo neoliberal como los nacionalismos excluyentes han funcionado durante estos últimos treinta años como una pareja dialéctica para reforzarse entre si. La nueva crisis del petróleo, la proliferación de los llamados conflictos regionales, los escándalos de corrupción y de dinero fácil, los cataclismos ecológicos provocados por un capitalismo depredador, el reciente crash de las grandes bolsas, señalan con fuerza la necesidad de cambiar el escenario internacional para sustituir la competición y los proyectos de secesión por la cooperación y la planificación común en interés de todos los pueblos. En este nuevo marco cosmopolita, en este cambio de rumbo, que apenas se está comenzando a esbozar, hacia la Europa social y un mundo solidario, es preciso apelar una vez más al internacionalismo frente a los que en nombre de la cultura se apropian en exclusiva de bienes comunes de civilización. La federación ibérica, un proyecto respetuoso con la diversidad cultural, una vieja aspiración considerada a la vez posible y deseable por millones de ciudadanos portugueses y españoles, podría ser un valiente paso adelante. Ahora solo falta un decidido compromiso de los ciudadanos para que el sueño con el que un día soñó, y nos hizo soñar, el valiente y generoso escritor José Saramago comience a convertirse en realidad.

(*) Fernando Álvarez-Uría es catedrático de sociología en la Universidad Complutense y coautor con Julia Varela de Sociología, capitalismo y democracia, y Sociología de las instituciones, ambas obras publicadas en la Editorial Morata.

martes, 29 de junio de 2010

partit ibèric: la vida és capriciosa!



Sí, la fortuna del sorteig ha fet que les seleccions de futbol d'Espanya i Portugal juguin aquesta nit entre elles per tal d'arribar a quarts de final al Mundial de Sudàfrica. Tot una lluita fraticida entre seleccions germanes ibèriques.
Les dues seleccions de les federacions que han sol·licitat organitzar conjuntament el mundial de futbol de 2018, una candidatura ibèrica com a primer pas cap a la unió política de la península......

Com seria una selecció ibèrica? Tindria encara mès força el combinat ibèric amb Ronaldo, Pepe, Dèco i Bruno Alves o Simao?

Sí, la unió fa la força i fa guanyar mundials de futbol!!!

lunes, 21 de junio de 2010

ha mort Saramago, iberista de pro....


Amb motiu de la mort de Saramago....

No es esta la primera vez que me pregunto sobre las causas y circunstancias que, en estos últimos años de mi vida, me han convertido en casi obligada referencia, por parte portuguesa, siempre que sale a la luz la vieja cuestión del iberismo. Pero ésta será, en efecto, la primera vez que intentaré encontrar una respuesta que, al tiempo que satisface mi propia ilustración de los hechos, pueda servir para delimitar, con suficiente claridad, la reducida área en que, tal vez, se está aplicando, directa o indirectamente, en estas materias especificas, la noción del escritor que soy. Quiero prevenir, al hacer estas salvedades, que cualquier identificación que se haga de mi trabajo literario o de mi intervención cívica y política con un cuerpo de doctrina, plan de acción o una estrategia que apunten al resurgimiento o a la reactivación de la cuestión ibérica tendrá que plegarse, o al menos no ignorar, los argumentos y precisiones aquí expresados.

Como cualquier otro portugués antiguo y moderno, fui instruido en la firme convicción de que mi enemigo natural es, y siempre habría de serlo, España. No atribuíamos demasiada importancia al hecho de que nos hubiesen invadido y saqueado los franceses, o que los ingleses nuestros aliados nos hubieran explotado, humillado o gobernado: esos no eran más que episodios históricos comentes que teníamos que aceptar de acuerdo con las reglas de un relativismo práctico, ese que precisamente nos enseña a relativizar, esto es, a tener paciencia. Absoluto, lo que se dice absoluto, desde nuestro punto de vista de portugueses, sólo el rencor al castellano, sentimiento llamado patriótico en que fuimos infatigables en el transcurso de los siglos, lo que, quién sabe, nos habrá ayudado por el rechazo y por la contradicción, a formar, robustecer y consolidar nuestra propia identidad nacional. No afirmo que las cosas hayan pasado así, es solamente una idea que se me ha ocurrido al socaire de la escritura. Como tampoco afirmo que sea verdad que a todo esto España se haya limitado a responder con absoluta, no relativa, indiferencia, o incluso con algún menosprecio, por añadidura. El alma de los pueblos, si es que soy yo mismo capaz de entender lo que eso quiere decir, no es seguramente menos compleja que aquella que el simple individuo lleva consigo en su única y simple vida.

Este sistema organizado de malquerencias y desconfianzas, cuántas veces paralizador, no me impidió, como tampoco impidió a otros portugueses, interesarme muy de cerca por la cultura española, en especial la literatura y la pintura. En distinto plano, también alenté siempre la curiosidad por saber qué pensaban los españoles de sí mismos (y unos de otros) a lo largo de los tiempos y, poco a poco, puede salir de una visión histórica generalizada para llegar a la apreciación dinámica de las diferencias; creo que he empezado a comprender mejor a España conforme iba reconociendo e identificando, en la plenitud de su expresión, las diversidades nacionales que veía emerger de la unidad estatal, lo que resultó, por último, supongo que por un proceso no completamente consciente, una forma de apagamiento subversor de la imagen de España adquirida por vía pasiva a favor del surgimiento irresistible de una constelación socio-histórico-cultural pluriforme, literalmente fascinante. Claro que nada de lo que estoy escribiendo es nuevo: como yo, lo han experimentado todos aquellos que se han acercado a España despojados de ideas preconcebidas, o suficientemente vigilantes como para esquivar los daños que éstas suelen causar a los incautos. Pero, efectivamente, algo vino a modificar mi relación, primero con España, después con la Península Ibérica en su conjunto (lo que equivale a decir que yo empezaba a lanzar sobre mi propío país una mirada diferente): la evidencia de la posibilidad de una nueva relación que sobrepusiera al diálogo entre Estados, formal y estratégicamente condicionado, un encuentro continuo entre todas las nacionalidades de la Península, basado en la búsqueda de la armonización de los intereses, en el fenómeno de los intercambios culturales, en fin, en la intensificación del conocimiento.

No soy tan ingenuo como parece, y en este caso menos que en cualquier otro. Esta concepción abierta de los hechos peninsulares tenía que chocar inevitablemente, y sobre todo por parte de España, con una indignada y muy patriótica resistencia, pues se objetaría que en el «caldo» ibérico así preconizado, se habría de disolver la, desde siempre trabajosa, unidad de los Estados, peligro del que, como sabemos y sin temor alguno a la paradoja, acabamos de ponernos a salvo, portugueses y españoles, gracias a la integración en la Comunidad Económica Europea, escrupulosa a más no poder en lo que se refiere a salvaguardar las identidades nacionales y otros soberanos pruritos de sus miembros... Cuando, por fin, había encontrado ya mi Península Ibérica, en ese momento, la perdía. Intenté mirar más allá de la frontera y comprender lo que hasta los Pirineos se extendía, y cuando apenas me había empezado a acostumbrar al deslumbramiento de esa nueva visión, acudían los políticos que gobiernan en mi país (otros que también me gobiernan no están aquí), acudían, repito, a enseñarme que tales visiones eran anacrónicamente cortas, que si yo quería ser un hombre de mi tiempo tenía que pasar a jurar por Europa, aun no sabiendo exactamente, ni yo ni ellos, qué Europa es ésa que tan bien parece querernos. En resumen: ser ibérico equivalía, o equivale, a rozar peligrosamente la traición, ser europeo representa el toque final de la perfección y la vía ancha para la felicidad eterna.

Ahora bien, coincidiendo más o menos con estas desventuras espirituales, y probablemente también por efecto reflejo de la decepción sufrida al querer llegar a un entendimiento más sensible del pequeño y desde ahora frustrado universo ibérico, volví los melancólicos ojos hacia América Latina donde, a pesar de la cúpula magnífica de la lengua del imperio económico, se sigue hablando y escribiendo en portugués y en castellano. No se trata, claro está, de un descubrimiento repentino, de un hallazgo, de un encuentro de civilizaciones; los escritores de allá, tanto prosistas como poetas, no me eran desconocidos y sabía lo bastante de la historia de aquella inmensa parte del mundo como para no desmerecer en una conversación entre amigos o en un debate público a modesto nivel en cuanto a geografía, debido a mi insaciable curiosidad cartográfica, soy capaz de poner un dedo exacto, sin dudar, en cualquier país que, como test de conocimientos básicos, se me proponga. La diferencia de esta nueva mirada era que una especie de conmoción, un presentimiento, un alborozo incontenible del espíritu me estaban insinuando que la propia Península Ibérica no podrá ser hoy plenamente entendida fuera de su relación histórica y cultural con los pueblos de ultramar y que, de seguir la actual tendencia a la relajación de las capas profundas que nos siguen vinculando a ellos (no confundir con aproximaciones políticas y económicas subordinadas, casi siempre, a intereses de terceros), nosotros, los peninsulares, acabaremos en la incómoda situación de quien, habiéndose sentado en dos sillas no sabe cuál de ellas le ofrece más seguridad, siendo cierto, por otro lado, e insistiendo en la metáfora, que el problema de la identidad de quien así se sentó, no saca provecho de la inestabilidad subsiguiente, al precario estatuto, adoptado del que no supo escapar, cuando todavía estaba a tiempo. Quiero decir, en fin, que esta Península, que tanta dificultad tendrá en ser europea, corre el riesgo de perder, en América Latina, no el mero espejo donde podrían reflejarse algunos de sus rasgos, sino el rostro plural y propio para cuya formación los pueblos ibéricos llevaron cuanto entonces poseían espiritualmente bueno y malo y que es, ese rostro, así lo creo, la mayor justificación de su lugar en el mundo. Admitiría que América Latina quisiera olvidarse de nosotros, sin embargo, si se me permite profetizar, preveo que no iremos muy lejos en la vida si escogemos caminos y soluciones que nos lleven a olvidarnos de ella.

Aunque sin concluir, debo terminar. Escribiré sólo las dos palabras que tengo fijas en el espíritu y que condensan este manojo de ideas desglosadas en concepto: trans-iberismo. Sospecho que hay en ellas la promesa de algo más que un enunciado no carente de sentido lógico. Dicho esto, yendo más allá de la pregunta inicial y proponiendo una nueva, concluyo finalmente: ¿El iberismo está muerto? Sí. ¿Podremos vivir sin un iberismo? No lo creo. Reconozcamos que no iríamos muy lejos por el camino que nos deberá conducir a una amplia y más productiva comprensión de las cuestiones del iberismo, tanto en su expresión local y actual cuanto en sus futuras manifestaciones dentro y fuera de La península, si no empezásemos por conocer a fondo, de un modo crítico y objetivo, el solar literario ibérico. Nos perderíamos, como sucedió tantas veces en el pasado, en los embelecos de una retórica vacía y oficialista, que sería la responsable de los nuevos malentendidos que llegaran a sumarse y a agravar los antiguos. Gracias a los rigurosos y diversificados estudios e indagaciones de César Antonio Molina, reunidos en este libro, la cuestión ibérica, cualitativamente valorada, recobra ahora fuerza y actualidad. Sólo aquellos que todavía se mantienen asidos a prejuicios nacidos de un nacionalismo más defensivo que racional, más hecho de mesianismos que de objetividad, porfiarán en cerrar los ojos. Pero esos, si alguna vez los llegan a abrir, se hallarán, ese día, inmovilizados en la historia, solos.


(*) Prólogo al libro Sobre el iberismo y otros escritos de literatura portuguesa,
de César Antonio Molina. Ediciones Akal. Madrid, 1990

lunes, 14 de junio de 2010

una proposta de federalisme a la península


Hi ha una errata, com veureu, Barcelona no està tan abaix, però és igual.....